Hay una cámara de silencio que flota en Gonnet. Flota en un pabellón que tiene cámaras de otra cosa, en un predio con más pabellones, uno de ellos en construcción, todos marrones, escondidos entre árboles, cantos de pajaritos, ese camino que es calle y también es ruta pero sobre todo es camino y por eso se llama Camino Centenario, un outlet de Nike, carteles con siglas, una hamburguesería y las vías del Roca. Los humanos que entran a la cámara de silencio que flota en Gonnet lo hacen para experimentar con cosas o para hacer tareas de mantenimiento. No suelen estar más de 15 minutos de corrido porque les empieza a doler la cabeza, se marean, pierden el equilibrio y es mejor salir un rato al ruido de las cosas. Todas las cosas del mundo hacen ruido y a veces los humanos meten algunas a la cámara de silencio para corroborar que los ruidos que hacen sean los deseados. Hay ruidos que están bien, pero los que sobran indican una falla. Las cosas que meten suelen ser cosas como motores, cables o micrófonos. Me dejaron entrar a la cámara de silencio que flota en Gonnet. Estuve cerca de media hora. No metí ninguna cosa más que lo que tenía puesto. Me escuché hasta la sangre.
En silencio, el cuerpo parece menos. Cuando digo en silencio es: en silencio. Adentro de una sala de 150 metros cúbicos de aire quieto, de un aire que apenas se pone en movimiento, y por ende suena, es absorbido por los miles de cubos de goma espuma que cubren toda superficie. No se ve el techo, no se ven las paredes, no se ve el piso. Ahí adentro, cualquier sonido se marchita, muere apenas nace. Excepto los que no salen; los que se quedan adentro. Esos implosionan entre la carne.
La sala de silencio, primero. Se llama cámara anecoica.
150 metros cúbicos de aire quieto, entonces.
Los cubos de goma espuma. Decenas de miles. De cuatro tamaños distintos –como el Rubik en promedio– que se ordenan de manera decreciente. Unidos entre sí por nudos de hilo blanco. Los más grandes, bien cerca de la pared, el techo o el piso; los más chicos, hacia el centro de la sala. Todo es simétrico, a cada ristra de cubos le corresponde una igual en el extremo opuesto, para que nada de lo que suene se pierda ni se disperse, para que vaya directo a ser absorbido. Es como si le tendieran una trampa al sonido, como si le facilitaran el camino a su extinción. Una alfombra roja hacia el silencio. El sonido va derecho, en procesión, seducido por la facilidad del recorrido, sin chocar ni rebotar ni multiplicarse ni perderse, hasta que se pierde. Hasta que pierde. Porque se acaba. La blandura de la goma espuma es su final.
Un aplauso, por ejemplo. Ruido resultante de hacer chocar piel, carne y hueso contra más piel, carne y hueso, suena, en silencio, a goma contra madera blanda. Un aplauso que no rebota es menos que un chasquido. Un chasquido que no rebota es menos que las razones para provocarlo. Me quedo quieto.
“Hablá”, me dice Germán, que trabaja en la cámara de silencio que flota en Gonnet y que ya sabe desde hace un tiempo que más de 15 minutos ahí dentro no le hacen bien.
Hablo.
Digo “Hola, hola, hola” como si estuviera probando un micrófono aunque acá es todo lo contrario porque no hay nada que amplifique, estamos rodeados de cosas que apagan. Y el primer hola se apaga tan rápido que se abre un precipicio antes de que suene el próximo. Digo algunas cosas más en voz alta, trato de describir lo que pasa. Pero las palabras pierden todo peso, todo cuerpo, toda relevancia. Se congelan y caen frente a uno, ahí apenitas después de los labios. Casi que se escucha como se rompen. Tienen gusto a poco, suenan ridículas, da vergüenza decirlas porque es como mirarse al espejo mucho tiempo. Al no rebotar, al no engordar en su propia reverberancia, el silencio posterior no hace más que poner ahí en el centro del cuadro lo absurdo del decir. Cualquier cosa que pronunciemos parecerá indigna. Como si a las palabras, incluso al cuerpo, les faltara su cáscara, o como si cáscara es lo único que fueran. Armaduras sin cuerpo.
Suelo anotar descripciones del silencio que leo por ahí. Van algunas:
“Todo queda en silencio, finalmente. Un silencio largo y tonal. Ya no hay aspas ni ventilador de techo.” (Samanta Schweblin en Distancia de rescate).
“...arrojada sin calma a un silencio de piedra, por la noche la ciudad parecía navegar en un vórtice oscuro hacia ninguna parte.” (Leila Guerriero en Los suicidas del fin del mundo)
Pablo Schanton en el texto que acompaña el disco de Flores Babusci: “esa profunda oscuridad en blanco que es el silencio”.
Los humanos y los motores flotan dentro de la cámara de silencio que flota en Gonnet.
Porque el piso, decía, también está cubierto por miles de cubos de goma espuma que salen desde abajo como algas pixeladas. Pero nadie camina sobre las algas de goma espuma. Unos centímetros más arriba, sobre una porción de aire quieto, se extiende, horizontal por toda la sala, una malla metálica sobre la que caminan o se quedan quietos los que entran a la cámara de silencio que flota en Gonnet. Pisar sin el suelo. Afuera de la sala, donde el silencio no existe pero el piso sí, el ruido –ondas de aire desordenadas y con muy mala prensa– es nuestra garantía de equilibrio. Un mismo ruido nos entra al oído derecho y al izquierdo con una diferencia de microsegundos, esa diferencia es la que nos permite orientarnos y sostenernos. Sin ruido, en silencio, el cuerpo no tiene referencias, tambalea, pierde estabilidad, nos mareamos. Si a eso se le suma la poca estabilidad de la malla metálica que hace de piso, sostener el equilibrio es un desafío. Se flota como en un castillo inflable pero sin saltar, sin estirar las manos en busca de un apoyo. Porque el apoyo no está. No hay paredes ni piso, y uno no va a andar manoteando los cubos de goma espuma que fueron ubicados en cada lugar específico de la sala de acuerdo a los planos que el Ingeniero Antonio Miguel Méndez trajo de Bélgica a fines de los 70. Sí, la cámara de silencio que flota en Gonnet tiene una hermana, mayor y gemela, que flota en Bélgica.
El ruido que no sale se amplifica. Adentro de una cámara anecoica, la que flota en Gonnet y también las que flotan en otros lugares del mundo además de Bélgica, te advierten, podés llegar a escucharte las tripas. Pero primero el tinnitus –o acúfenos–. Un pitido –o un silbido– crónico. Mi cicatriz de sala de ensayo. Lo escucho siempre, todos los días. Solo que en esta sala de aire quieto suena más fuerte, resuena en mi cabeza porque no hay ruido de ambiente que lo tape ni cubos de goma espuma en mis tímpanos que lo seduzcan y absorban. La forma de nuestras cabezas define el timbre, el color de nuestras voces, por eso hablamos igual que a quien nos parecemos. Con lo que escuchamos pero no sale, la cabeza es, además, caja de resonancia. El tinnitus, acúfeno, silbido, pitido suena cada vez más fuerte, atraviesa todo el oído como una aguja hecha con el ruido de una sirena. Hasta que a su alrededor se arma un zumbido, un ruido blanco tranquilo y multiforme que se mueve. A veces más suave, a veces más tremendo. Cambia de planos y en un momento desaparece en un barrido que deja todo limpio, quieto, en silencio. Te resetea el oído. Esa sensación, de todos modos, dura apenas un instante. El silencio es, apenas, un ideal vacilante. El zumbido tranquilo y multiforme aparece enseguida de nuevo, flamea como sábana en la terraza.
Pero a cualquier ruido constante uno se acostumbra y por un rato logra olvidarlo. Escuchamos hasta cuando dormimos porque el oído no tiene párpados. No descansa. Es la parte del cerebro que procesa lo que escuchamos y lo convierte en estímulo la que elige prestarle atención a otra cosa o dejarle lugar a que los otros sentidos sean protagonistas. Cuando estás en una cámara anecoica y decidiste dejar de hacer ruido, el oído pareciera ponerse nervioso, en busca de algo, relojea su alrededor como un radar en busca de información enemiga. Y si no encuentra nada, se recluye al interior del cuerpo, donde también suenan cosas. Las tripas, como te advierten. Los ruidos de la panza se escuchan primero, igual que de costumbre pero más fuerte. Ya no suenan a abollar celofán bajo el agua. Se reacomodan los intestinos, parece. Se escucha que un líquido, tal vez sangre, tal vez otro jugo, arma un recorrido laberíntico hasta que choca con alguna carne que hace las veces de cubo de goma espuma. Entonces pasamos a otro ruido, a uno nuevo. Algo se mueve y retumba más arriba del corazón, cerca de la clavícula, ahí donde uno cree que solo hay aire, alguna costillas y venas que flotan como cableado de conurbano. Me pregunto si de verdad se produjo ahí o fue un eco que viajo hasta ahí y chocó. Las cosas no se mueren en los rincones, en todo caso rebotan o se olvidan, y el cuerpo tiene muchos rincones. Me pregunto, incluso, si de verdad sonó o si lo inventé para no caerme. Pero trato de no preguntarme mucho para que las palabras que no salen no interrumpan a los ruidos que no salen. Me quedo parado, quieto. Me crujen los pómulos como cruje una puerta de madera la primera noche de mayo. También me pregunto si lo imaginé. Miro los cubos de goma espuma y parecen moverse. Creo que el que se mueve soy yo, que ya no puedo hacer pie en la malla metálica. Estoy mareado. Creo. Ni de eso estoy seguro. Tal vez es sugestión. Respiro y me pregunto cuándo había sido la última vez que lo hice. ¿Estoy respirando menos que de costumbre para no interrumpir el silencio o estoy respirando igual que siempre pero me olvido de las anteriores? Cada inhalación cuela aire entre las articulaciones. Cada respiración se escucha tan fuerte y tan adentro que hace un inventario de todos los músculos y mecanismos que se mueven para llevarla a cabo. Una burocracia de la anatomía humana. Me duele la cabeza, abro la puerta, camino y escucho mis zapatillas rechinar contra las baldosas duras del pasillo que comunica otras salas con la cámara de silencio que flota en Gonnet. Que flota porque así lo indicaban los planos que el Ingeniero Meléndez trajo de Bélgica a fines de los 70. La cámara anecoica debía construirse sobre resortes de hierro para evitar lo más posible las vibraciones del mundo. Y ahí están los resortes, de un hierro más marrón que todos los pabellones del predio, alineados y sosteniendo la cámara de silencio. Para que flote aislada de las paredes del subsuelo, de las otras salas y de todas las cosas que existen y que por existir hacen ruido.
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