No me hago playlists. Me gusta hacer para otros (si me piden). Me gusta cuando alguien me hace una personalizada (a veces las pido). Hice por trabajo –para dar una charla sobre Billie Holiday y para musicalizar un spa de cerveza–. Pero no me hago playlists para mí mismo, ni para dejarlas ahí públicas en la plataforma que sea. No sirvo, no tengo esa forma de relacionarme con la música, unir canciones por temáticas o por su funcionalidad no es algo que se me dé. Hay gente que las tiene para hacer ejercicio, o para cocinar, o por colores, o de música de los 80, o indie de los 2000, o para estados de ánimo como si fuese una puesta en playlist de Intensamente. A mí no me sale nada de eso. No me hago una playlist de jazz escandinavo o de metal argentino. Elijo los discos de jazz escandinavo o de metal argentino que quiero escuchar y punto. Tampoco sé ponerles nombres originales; eso es lo que más envidio de playlists ajenas. Mi perfil personal en YouTube Music es, en rigor, aburrido. Tengo una sola playlist armada para mí y se llama: Temas de La Renga que me gustan.
De La Renga no puedo escuchar un disco, ni listas creadas por otros, ni un grandes éxitos. La Renga me obliga a discriminar porque los temas que me gustan me gustan mucho y los temas que no me gustan no me gustan nada. No conozco otra banda con una obra tan despareja. No es que tengan unas pocas canciones buenas y la gran mayoría malas. Tampoco a la inversa. La Renga tiene muchísimos temas buenos y muchísimos temas malos. Y eso, de mínima, me parece notable. Cómo puede una banda de tanta experiencia no tener criterio para saber que hay temas que son temazos y temas que son malísimos. ¿Un panadero con 40 años de laburo en el lomo no sabe de antemano si el pan va a salir bien del horno? Hacer una canción de rock a esta altura se parece mucho a hacer pan. Se conocen los ingredientes, las medidas, las relaciones y las temperaturas. Es cuestión de hacer, hacer y hacer hasta que el pan (o el rock) salga rico. Y después es repetir la fórmula con pequeñas variantes para no aburrirse. Un poquito más de harina, un poquito menos de distorsión. Unos grados menos al horno, un solo de armónica en lugar de uno de guitarra.
La Renga, qué duda cabe, ya tiene los ingredientes y la receta (al menos desde 1996). Pero así y todo hay veces que el rock le sale feo, intragable. Allí su encanto, su secreto, su promesa de imprevisibilidad: la probabilidad de que un nuevo disco podrá tenga himnos o fiascos es la misma. La semana pasada les dije a dos amigos mi teoría: a La Renga, los temas buenos le salen de casualidad. Después me extendí en una explicación que va más o menos así. La relación de La Renga con el rock es una relación de entrega, no de dominio. Un abordaje desde la inocencia, lo infantil. Que no significa falta de seriedad. Es la total seriedad con la que jugabas al fútbol en el baldío frente a tu casa a los 8 años. La total seriedad con la que arrastrabas hacia atrás y contra el piso el autito a fricción para ganarle al de tu hermano. La total seriedad con la que le acomodabas el vestido a la muñeca que te había regalado tu madrina. La total seriedad con la que en la infancia vivimos cada gramo de presente.
La Renga es una banda tan embelesada con el rock que no quiere ponerse por encima de él. No quiere conocerle todos sus secretos como no queríamos conocer los secretos de la no existencia del Ratón Pérez, Papá Noel o la criptonita. Entonces, La Renga se deja llevar, deja que el rock sea como tenga que ser y los atraviese como los tenga que atravesar. El rock es el deseo de La Renga. Más que desear hacer rock –aunque lo hagan– desean que exista, que suene a través de (y a veces a pesar de) ellos: que sea rock. Con la gola cargada de arena y una sonrisa con labios perlados de saliva. Con la guitarra como una virulana de yeites ancestrales.
Pero el deseo se escapa, no se tiene nunca. A veces es lo que te empuja, está por detrás; a veces es lo que se persigue, está por delante. Y así suena La Renga a veces con el rock por detrás y otras veces por delante. Ahí su inestabilidad, su arco de posibilidades. A veces suenan empujados por el rock y a veces superados por él, en busca de alcanzarlo. La “Balada del diablo y la muerte” es un ejemplo de lo primero. Una secuencia armónica arquetípica para una balada de rock que puede rastrearse en Iron Maiden (“Children of the Damned”), Metallica (“The Unforgiven”) y Jimi Hendrix (“1983...(A Merman I Should Turn To Be)”). Es un modelo, una casa prefabricada. No hay plagio, es folklore. Cuatro acordes que son cuatro paredes pintadas por Chizzo con una historia que es uno de los grandes momentos de storytelling del rock argentino. “Estaba el diablo mal parado en la esquina de mi barrio”. Una puesta en escena que gorgojea conflicto, como un tuco a punto de caer sobre un plato de ravioles.
Y a veces el rock los excede, los pasa por encima, se les ubica adelante y solo queda perseguirlo (ver cómo La Renga persigue al rock en “El Twist del pibe” desde que el saxo a los 00:31 funciona como disparo de largada). ¿Y cuándo se alcanza lo que se persigue? Bueno, no hay punto de encuentro con el deseo sin crisis. Las síncopas en La Renga se escuchan como tropiezos (ver “Día de sol” 00:34 a 00:36), como atolondramiento juvenil (el rock será joven o no será). Se siente tanto y tan rápido que el cuerpo no asimila, se descoordina. Tropiezos como sacudones de presente, de realidad, del poder del rock como fuerza centrífuga (en La Renga jamás es centrípeta) que te pasa por encima por más que vos manejes la Harley Davidson. Y los in crescendo son el apurón para alcanzarlo. La Renga nunca suena tan en control de todo como cuando recién salen de un in crescendo. Ver, si no, “Montaña Roja” de 2:28 a 2:32. La banda viene de un solo de guitarra que se enreda, el rock se les escurre como un pez brillante y aceitoso. Y después del in crescendo salen revitalizados con uno de los mejores estribillos de toda su obra. Es la sonrisa del perro después de sacudirse el agua con la que lo bañaste. Es reclinar la reposera justo antes de que la tormenta resuene y caiga furibunda sobre el asfalto, la tierra y todas las violencias.
Es la tregua del deseo justo antes, justo después.
También hay instantes de perplejidad y contemplación ante el deseo escurrido. Ahí están los cuatro compases entre la introducción y la primera estrofa en “El final es en donde partí” (00:39 a 00:45). Los vientos, la batería, la banda entera sigue por inercia, como un eco de perfección (esa intro con el molde y las notas de cualquier tema de AC/DC). La Renga suena en su plenitud y sin embargo no pasa nada. Si tuviese que elegir un solo momento de La Renga, elijo ese. El temblor, la estupefacción, un mareo de regocijo ante tanta existencia (de la introducción que terminó y de las estrofas que pueden venir). Verse a uno mismo en un valle rodeado de montañas sin saber de cuál acabamos de bajar: a tomar aire y elegir cuál escalar. Viejos deseos, nuevas formas.
Pero también están los otros. Los temas feos que no pasan siquiera el filtro de tener un título que suene bien. La Renga es una banda cacofónica (“Cuadrado obviado”, “Oportunidad oportuna”, “Llenado de llorar”) de gerundios (“Elefantes pogueando”, “Alunizando al unísono”) adverbios (Insoportablemente vivo, Totalmente poseídos) y adjetivos adelante del sustantivo (Pesados vestigios, “Oscuro diamante”). Hay portadas feas, los flyers que anuncian fechas son feos, las tipografías son feas, las puestas en escena son feas, el timbre de la voz en off de Totalmente poseídos es fea. “Los flyers parecen diseñados por un sobrino”, dijo uno de mis amigos a los que les conté mi teoría. Y sí, volvemos a la inocencia y la infancia. La estética de La Renga es la estética de alguien que descubre por primera vez las posibilidades del lenguaje, de los colores, de las formas y del rock (que en ellos es, sobre todo, forma).
Me gusta esta historia: para producirles Despedazado Por Mil Partes, Santaolalla le pidió a La Renga que le llevaran 30 canciones y que de esas él desecharía más de la mitad. Y ellos dijeron que no, que ellos componen el disco entero y no sobra ni falta nada. Chau Santaolalla, hola Mollo. Lo que sobra es lujo, es tirar la ensalada después del asado. Lo está por fuera es aditamento y no hay nada por fuera del rock en La Renga: esa es su máxima veneración al estilo. Tampoco le quitan elementos (no son punks), los solos de guitarra se mantienen, no como lujo o alarde sino como una obligación que se cumple con gusto. El rock de la Renga se prolonga hacia adelante pero no hacia los costados, no se ensancha, deviene con antiojeras en una ruta recta en la que el destino final no existe.
Porque suenan como si no quisieran ser más que el rock (nadie quiere ser mejor que su dios porque eso sería demasiado poder). Por eso creo que a La Renga las canciones buenas le salen de casualidad. De una casualidad buscada. Se entregan a tocar rock una, dos, mil veces. Y entonces el rock aparece. La Renga es médium de un rock que los excede, tanto cuando la canción es un himno como cuando es una porquería.
Estuve en agosto en Nueva York, le pregunté a Marie por qué había tantos locales de clarividentes. Tanta oferta de lectura de manos, de futuros, de otros tiempos y lugares. Pero le pregunté, sobre todo, si ella confiaba en alguno. Marie da un tour sobre fantasmas y actividad paranormal en West Village, cree en las apariciones, dice que ella misma las experimentó. Así que supuse que sabría decirme. Tenía la piel blanca y gris como una cerámica, como mi abuela muerta. Y el pelo rojo, cobre, fino pero no frágil. Entre la frente y su pelo caminaba una hormiga. Me pregunté si no era todo parte del tour cuando la hormiga se metió de lleno en su pelo rojo, cobre, fino pero no frágil. Me dijo que la cuestión no radicaba en si las brujas de Manhattan eran chantas o no, ella no era quien para juzgar. “El problema es que cobran mucha plata y entonces están obligadas a performar sí o sí, tienen que inventar algo para que sientas que tu plata valió”, me dijo Marie. “Y a veces, simplemente, lo que les llega no es nada interesante”. Los muertos a veces son aburridos, los fantasmas no siempre tienen algo para decir.
A veces, simplemente, el rock –como los muertos, los fantasmas, los miedos y las glorias– no es nada interesante. Y La Renga es un médium que no estafa. El rock les baja y ellos lo comunican. A veces les baja un rock inmortal, a veces les baja rock un ordinario. A veces es poesía, a veces es una cacofonía fastidiosa. Pero siempre suena a deseo.